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seguridad ciudadana

Confieso que no sé cómo llamar a los estados democráticos en los que la seguridad de las personas depende del dinero que los ciudadanos puedan dedicar a comprar automóviles blindados, guardaespaldas y complejos sistemas de seguridad para sus viviendas, en los que las abismales diferencias sociales determinan que la gran mayoría de la población esté expuesta al capricho de la violencia y el crimen, sin que a los gobernantes se les caiga la cara de vergüenza.

Sea el tipo de gobierno que sea, la primera responsabilidad de los gobernantes es proteger la vida y los bienes de los ciudadanos. Cuando las desigualdades llegan de ese modo a establecer diferencias entre la vida y la muerte, es porque el sistema en su conjunto ha dejado de ser noble y decente.

Hoy se debate en numerosos países el endurecimiento de las penas para los delitos violentos y la instauración de la pena de muerte. Pero en este debate se suele olvidar el significado de la prevención, el papel de la educación, la reflexión sobre los contenidos de los medios de comunicación, las canciones con letras que hacen apología de la violencia y el racismo, los contenidos violentos de las películas, incluyendo las de temática sexual degradante, y el papel de los videojuegos violentos. Las películas y los videojuegos violentos forman parte de una industria que mueve incalculables millones de dólares en todo el mundo; ¿quién les pone freno?

La alarma que causan los delitos violentos, que suscita el debate sobre el endurecimiento de las penas y la implantación de la pena de muerte, lamentablemente no está acompañada de estudios fiables sobre las características de la criminalidad; los gobiernos nacionales y locales ocultan los datos, como si eso contribuyera a evidenciar su buena gestión, duplicando la zona oscura del delito, pues a los hechos no denunciados hay que sumar los que simplemente se omiten en las estadísticas.

La criminología, la sociología y las ciencias sociales han pasado a planos inferiores, incluso como disciplinas de conocimiento, pese a que son irrefutables sus importantes contribuciones a la comprensión del fenómeno delictivo y a la humanización de los delitos y las penas.

Es preciso conocer si los recursos empeñados en la lucha contra el crimen son coherentes con el aumento de las poblaciones, el fenómeno de las migraciones, la internacionalización del delito, el incremento de los conocimientos y los medios tecnológicos. Sólo a la luz de este examen podemos establecer una respuesta de calidad y cantidad. Los salarios de los servidores públicos encargados de la lucha contra el crimen deben ser motivadores y satisfactorios, para exigirles probidad y para compensarlos por exponer sus vidas en aras de la seguridad colectiva.

La falta de recursos con los que trabajan los jueces y fiscales, las carencias de la policía y de las cárceles evidencian que el sistema de prevención y sanción de la criminalidad es la “eterna cenicienta” de la democracia, probablemente para no recordar tiempos de tiranías y autoritarismos, en los que el orden público era lo prioritario. Con todos sus enormes defectos, es una bendición que la democracia trajera la libertad. Pero ahora es preciso recordar que la vida y la seguridad de los ciudadanos es la primera responsabilidad de los gobiernos, desde el alba de la humanidad.

Hay quienes atribuyen a los derechos de defensa y de presunción de inocencia el aumento de la criminalidad y hasta el cinismo de quienes saben de antemano que sus acciones criminales van a quedar impunes. Sin embargo, todo elogio es insuficiente para destacar los méritos de la generación de políticos y juristas a los que les correspondió consagrar en las constituciones y en las leyes esos derechos fundamentales que son el mayor freno del autoritarismo. Y qué tristes son las bandadas de cuervos que en los últimos años han graznado para recortarlos. Pero sí es cierto que es preciso elaborar protocolos adecuados para la actuación de la policía. La independencia del poder judicial no debe amparar la corrupción. La autonomía del juez no autoriza el capricho. Es conveniente vertebrar eficaces mecanismos de supervisión y fomentar una cultura judicial que no utilice el corporativismo para ocultar errores y desviaciones. Se reprocha muchas veces a los jueces y fiscales su falta de independencia con respecto del poder político, pero todavía es tabú señalar que su independencia y autonomía es también del poder económico y de las tentaciones de los bufetes de abogados. La ética de los jueces y fiscales, aunque se presume, más bien se evidencia hasta en los comportamientos más triviales.

Desde la perspectiva de la legislación sustantiva y procesal, nunca es recomendable hacer leyes en caliente, pero tampoco hay que hacerlas en frío, de un modo improvisado e incompetente. La compleja materia penal obliga a establecer comisiones de expertos, capaces de elaborar tipos penales correctamente cerrados y estructurados, carentes de lagunas, adecuados a la subsunción del hecho que se declara antijurídico. En los procedimientos ocurre otro tanto. Es preciso que los trámites sean simples, que la acción de la justicia no se dilate y que sus etapas no se conviertan en agujeros negros con formalismos que por su propia complejidad den pie a las nulidades y a las injusticias. No todos los abogados son iguales. Hay unos más capaces que otros y el costo por el buen servicio no puede añadir otro elemento a las ya notorias desigualdades sociales. Los jueces y fiscales no solo deben velar por los procedimientos, sino por la equidad.

El mundo se ha transformado. No debemos olvidar que la política criminal hoy debe tomar en cuenta a los comunicadores. En un mundo en el que la comunicación lo es todo, fondo y forma, no es correcto que las estrategias se canalicen de un modo inexperto.

Y es preciso también estudiar el poder y la influencia de las contranormas culturalmente asumidas. Es cierto que no debemos abusar de la retórica de los estados fallidos, pero tampoco podemos vivir a espaldas de las realidades. Si deseamos mejorarla, es esencial comprender la realidad tal cual es. De otro modo, la experiencia democrática nos arrojará a una vida triste, de sombras que aceptan con resignación vivir bajo la bandera del miedo, de cuya tiranía es la propia democracia la que nos debe liberar.

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